ENSEÑAME, maestro, el arte de la salud, pues ya conozco y distingo las plantas de esta región, y el tiempo en que florecen, y cuando es su mejor raíz, y dónde hay que secarlas, y cómo se ha de macerar, y la forma en que tú las destilas, y cómo se deben mezclar. Enséñame, maestro, tu arte de bien curar.
– Desde niño me sirves, desde que faltan tus padres, y a ti te prefiero de entre mis aprendices. De mi mesa comes, bajo mi techo duermes; de mi escaso saber puedes beber cuanto alcances. ¿Qué impaciencia es esta que te viene ahora? ¿Temes acaso que yo pronto muera y quedar tú sin padre y sin madre y sin oficio?. Mozo eres, y fuerte, que has andado montes. Si me muriera mañana sin enseñarte bastante, tierras hay que labrar y ovejas que apacentar y aún mucha batalla en las fronteras de estos reinos. Mas descuida, que mi día no es cerca, si no ocurre percance o es designio del Señor y si yo escucho mi pulso tan bien como el de los otros.
_ Enséñame, maestro, la música de los pulsos.
– Cada cosa a su tiempo, muchacho; y oye bien esto: no te apresures a ti mismo, no sea que, olvidándote de algo, ya no puedas volver. Ahora aviva el fuego, que las brasas no entienden de charlas, y llégate a la bodega a cuidar las levaduras, y luego acerca la bolsa de ajedrez, que jugaremos un poco.
– Jaque al rey, maestro, y es mate si no me engaño.
– ¡Vaya, vaya con el aprendiz! Bien veo en esto que aprovechas de todos los estudios y que hay alguna razón en tus prisas de aprender, pues corto tiempo ha pasado desde que yo te advertía: Así andan los caballos, así se juega el alfil...
– ¿Me enseñarás, maestro, a encontrar los males en la orina, y a ver la estrella de los humores, y a sangrar sin desangrar?
– Eso y más, que cuanto me dio mi maestro te he de dar, así como algunos remedios que en mi vida aprendí. Y con buena tinta y mejores letras, hemos de poner por escrito aquello que pase con acierto la piedra de la experiencia. Mas esto será a la vuelta de los viajes y trabajos que desde mañana has de intentar.
– Pues ¿adónde he de ir, maestro, y con qué empresa?
– Al mar de las muchas islas y al país de los ojos enfermos, y aún más allá tengo resuelto que vayas, que es más grande el mundo que estos valles, y en todo él hay aflicción de enfermedad y hombres auxiliando a los que penan, y parajes en donde crecen yerbas para el alivio, y escuelas en que enseñan sabios y hay libros de antigüedad.
Irás, antes de nada, al otro lado de las piedras y la nieve, a la cueva que llaman de los Tres Hermanos, a mirar los ojos al ciervo. De allí, siguiendo los ríos, darás en un gran puerto y embarcarás para Italia, donde trabajos me has de hacer. Visita las nombradas escuelas de Salerno y oye a los maestros que allí dicen su lección. Ve luego a Marsala y, cuando veas que sus gentes comienzan la vendimia, sube tú a los bosques a separar no menos de dos libras de musgo de las encinas. Irás después de esto a Catania en busca de almendras del desmayo de las que dan los almendros en las faldas del volcán.
Deja entonces las Sicilias y pasa a la Argólida de Grecia, que es patria de esculapios y matriz de nuestras ciencias. De esas tierras, aprende bien la lengua, pues es la del ilustre Hipócrates y buena amiga del saber. Y ve descalzo desde Iria hasta Epidauros, para dormir el sueño de Asclepios, que sana a quien lo duerme en las gradas de aquel templo. Anda después por la Arkadhia, y observa si algo queda de aquella Edad de Oro que tanto alban y lloran los poetas. Por Korinthos y Megara, encamina tu paso hacia Athinai, y un día que no soplen vientos haz un fuego con olivo y guarda selladas sus cenizas.
Embarca pronto para Asia. Navega los archipiélagos de ese mar que dicen es como un vino, y detente en muchas islas: Kea, Thira, Nisiros, Yali, Kos, Folegendros, todas te guardan secretos. En Rhodas, Anamur o Kirinia, comprarás dormidera de Konya.
Peregrina por las Tierras Santas de Suriyya. Recorre los mercados de Oriente. De las seiscientas yerbas victoriosas de Kabul, adquiere cuantas halles; y alheña de Egandí, y leche de azahar de Amman, y dátiles de Medinah, y manteca de Alacrán, y aceite del monte Luban y vino adobado de Haifa y coral rubio de Lahech. A la sombra de las lanzas del Templo, pregunta al sacerdote: ¿Dónde la lepra, la lepra del lino, de la lana y del vestido: la lepra de los hombres, la lepra de las casas?.
En el camino de Egipto entra al valle de la Sal y haz acopio de la roja, de la verde y de la azul; y apresa sanguijuelas macho y hembra de las charcas del Jordán. Nilo arriba buscarás los cerrados pairos de Toth, y la Casa de la Vida y el sepulcro de Enchamahur; y a veinte pasos de su orilla, la víspera de las aguas, junta raíz de orozuz.
Atraviesa siempre hacia el poniente los desiertos y, alcanzando la Barbariyya, rinde viaje en esta casa. Procura en estas partes de tu
viaje óleo de piedra de Libia y arena rosada de las dunas de Murzuq y polvo de flor de Alhoceima, pero mira de andar en buena compañía, pues son descampados loa más peligrosos de la tierra, así que ve si puedes unirte a alguna caravana de las que traen sedas a Granada.
Y lleva contigo estas monedas y también la bolsa de ajedrez, que bien la has ganado, y es la llave que te abrirá la puerta de las boticas.
– Oírte es obedecer.
– Desde niño me sirves, desde que faltan tus padres, y a ti te prefiero de entre mis aprendices. De mi mesa comes, bajo mi techo duermes; de mi escaso saber puedes beber cuanto alcances. ¿Qué impaciencia es esta que te viene ahora? ¿Temes acaso que yo pronto muera y quedar tú sin padre y sin madre y sin oficio?. Mozo eres, y fuerte, que has andado montes. Si me muriera mañana sin enseñarte bastante, tierras hay que labrar y ovejas que apacentar y aún mucha batalla en las fronteras de estos reinos. Mas descuida, que mi día no es cerca, si no ocurre percance o es designio del Señor y si yo escucho mi pulso tan bien como el de los otros.
_ Enséñame, maestro, la música de los pulsos.
– Cada cosa a su tiempo, muchacho; y oye bien esto: no te apresures a ti mismo, no sea que, olvidándote de algo, ya no puedas volver. Ahora aviva el fuego, que las brasas no entienden de charlas, y llégate a la bodega a cuidar las levaduras, y luego acerca la bolsa de ajedrez, que jugaremos un poco.
– Jaque al rey, maestro, y es mate si no me engaño.
– ¡Vaya, vaya con el aprendiz! Bien veo en esto que aprovechas de todos los estudios y que hay alguna razón en tus prisas de aprender, pues corto tiempo ha pasado desde que yo te advertía: Así andan los caballos, así se juega el alfil...
– ¿Me enseñarás, maestro, a encontrar los males en la orina, y a ver la estrella de los humores, y a sangrar sin desangrar?
– Eso y más, que cuanto me dio mi maestro te he de dar, así como algunos remedios que en mi vida aprendí. Y con buena tinta y mejores letras, hemos de poner por escrito aquello que pase con acierto la piedra de la experiencia. Mas esto será a la vuelta de los viajes y trabajos que desde mañana has de intentar.
– Pues ¿adónde he de ir, maestro, y con qué empresa?
– Al mar de las muchas islas y al país de los ojos enfermos, y aún más allá tengo resuelto que vayas, que es más grande el mundo que estos valles, y en todo él hay aflicción de enfermedad y hombres auxiliando a los que penan, y parajes en donde crecen yerbas para el alivio, y escuelas en que enseñan sabios y hay libros de antigüedad.
Irás, antes de nada, al otro lado de las piedras y la nieve, a la cueva que llaman de los Tres Hermanos, a mirar los ojos al ciervo. De allí, siguiendo los ríos, darás en un gran puerto y embarcarás para Italia, donde trabajos me has de hacer. Visita las nombradas escuelas de Salerno y oye a los maestros que allí dicen su lección. Ve luego a Marsala y, cuando veas que sus gentes comienzan la vendimia, sube tú a los bosques a separar no menos de dos libras de musgo de las encinas. Irás después de esto a Catania en busca de almendras del desmayo de las que dan los almendros en las faldas del volcán.
Deja entonces las Sicilias y pasa a la Argólida de Grecia, que es patria de esculapios y matriz de nuestras ciencias. De esas tierras, aprende bien la lengua, pues es la del ilustre Hipócrates y buena amiga del saber. Y ve descalzo desde Iria hasta Epidauros, para dormir el sueño de Asclepios, que sana a quien lo duerme en las gradas de aquel templo. Anda después por la Arkadhia, y observa si algo queda de aquella Edad de Oro que tanto alban y lloran los poetas. Por Korinthos y Megara, encamina tu paso hacia Athinai, y un día que no soplen vientos haz un fuego con olivo y guarda selladas sus cenizas.
Embarca pronto para Asia. Navega los archipiélagos de ese mar que dicen es como un vino, y detente en muchas islas: Kea, Thira, Nisiros, Yali, Kos, Folegendros, todas te guardan secretos. En Rhodas, Anamur o Kirinia, comprarás dormidera de Konya.
Peregrina por las Tierras Santas de Suriyya. Recorre los mercados de Oriente. De las seiscientas yerbas victoriosas de Kabul, adquiere cuantas halles; y alheña de Egandí, y leche de azahar de Amman, y dátiles de Medinah, y manteca de Alacrán, y aceite del monte Luban y vino adobado de Haifa y coral rubio de Lahech. A la sombra de las lanzas del Templo, pregunta al sacerdote: ¿Dónde la lepra, la lepra del lino, de la lana y del vestido: la lepra de los hombres, la lepra de las casas?.
En el camino de Egipto entra al valle de la Sal y haz acopio de la roja, de la verde y de la azul; y apresa sanguijuelas macho y hembra de las charcas del Jordán. Nilo arriba buscarás los cerrados pairos de Toth, y la Casa de la Vida y el sepulcro de Enchamahur; y a veinte pasos de su orilla, la víspera de las aguas, junta raíz de orozuz.
Atraviesa siempre hacia el poniente los desiertos y, alcanzando la Barbariyya, rinde viaje en esta casa. Procura en estas partes de tu
viaje óleo de piedra de Libia y arena rosada de las dunas de Murzuq y polvo de flor de Alhoceima, pero mira de andar en buena compañía, pues son descampados loa más peligrosos de la tierra, así que ve si puedes unirte a alguna caravana de las que traen sedas a Granada.
Y lleva contigo estas monedas y también la bolsa de ajedrez, que bien la has ganado, y es la llave que te abrirá la puerta de las boticas.
– Oírte es obedecer.
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