Pasé la noche en el Hostal Jaqués, nada especial, pero muy céntrico. La habitación era interior (¿porqué las habitaciones individuales son casi siempre interiores?) y el desayuno consistió en un bocata y una Coca Cola preparados deprisa ya que aún no estaba abierto el bar. Aprendí rápido que no conviene incrementar el precio de la habitación con un desayuno que, levantándote a las 6,30 de la mañana, casi nunca vas a poder disfrutar. Desde ese día, siempre he desayunado una barrita de cereales y zumo antes de empezar a caminar.
Apenas recuerdo nada de Jaca. Hay que ver la Catedral, of course, y tapear en la plaza Mayor. Por la tarde, y como sería mi costumbre desde entonces, hice el recorrido de la salida del día siguiente para no perderme (a las 7 de la mañana, en Septiembre, es de noche).
Estaba nerviosa y asustada.
Lo primero que oyes, cuando te despiertas, son los golpes de los bastones de los peregrinos atravesando las calles empedradas de la ciudad en la madrugada. Todo resultó más fácil de lo que pensaba: solo tuve que seguirlos.
La mochila, que es el problema principal, deja de pesar a los pocos kilometros, y mi primera parada –para comerme el bocata que me habían preparado en el hotel- fue en el barranco de Atarés, con la vista de la torre de Boalar (S. XIV) al fondo. Este barranco es la entrada a la ruta alternativa que lleva a S. Juan de la Peña. Yo ya había estado en el monasterio, pero merece la pena hacer unos cuantos kilometros más para verlo. Es de lo mejor del camino.
A pesar del par de paradas y de la hora que pasé dibujando, solo erán las 11,30 de la mañana cuando llegué al Hotel Aragón, el final de mi primera etapa. Después de una estupenda comida, otro rato de dibujo en la moleskine para recordar el tramo de cordillera pirenáica que me había ido siguiendo en el horizonte durante todo el camino. Y, por la tarde, un paseo de 8 km. (ida y vuelta) para ver Sta. Cruz de la Serós.
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